las 12 sopas

Habría sido difícil comenzar nuestro viaje a través del tiempo de otro modo que con un homenaje a las sopas industriales, dada su presencia en los paisajes alimentarios que frecuentamos.

Envasadas, deshidratadas, liofilizadas, pasteurizadas, esterilizadas, congeladas o refrigeradas, se ofrecen a nosotros en los estantes de las grandes superficies. No nos sorprende encontrárnoslas en el comedor o incluso cerca de la máquina de café. Más discretamente, nos esperan también en las cocinas de numerosos restaurantes. De hecho, las sopas industriales están tan bien integradas en nuestra vida cotidiana que a veces las degustamos sin saberlo y las engullimos, a menudo, sin preguntarnos realmente si las apreciamos.

Por definición, la verdadera preparación de sopas industriales es la obra de Otro: de un equipo de trabajadores, de una fábrica, de una marca, etc. El cocinero de última hora no tiene más que respetar escrupulosamente las consignas de rehidratación o de recalentado y, si quiere firmar su intervención, añadir un toque personal. Esta delegación de la elaboración juega, evidentemente, un rol esencial en el éxito que tales productos tienen en el mundo contemporáneo. Es precisamente dicha delegación la que hace que las sopas industriales acompañen fielmente a la humanidad hasta en las expediciones más extremas. Son el alimento de astronautas, alpinistas, navegantes en solitario y de toda clase de aventureros.

Sin embargo, recibir un producto al final de una cadena de fabricación puede fácilmente convertirse en causa de ansiedad en sociedades atormentadas por el demonio de la comida basura. Ciertas sopas pueden ser repentinamente estigmatizadas, arrojadas a la larga ristra de los alimentos industriales que en algunos círculos de consumidores o de observadores de las prácticas alimenticias se considera de buen tono criticar. Las acusaciones formuladas contra ellas pueden fundarse en criterios objetivos, como una importante cantidad de sal, o en lecturas ideológicas de las actividades agroindustriales. Dejo a cada quien la decisión sobre el sabor que asocia con el capitalismo. Pero una cosa es cierta: las sopas industriales que consumimos hoy en día no existirían sin los desafíos tecnológicos de algunos audaces industriales, sin haber arriesgado comercialmente y sin renovadas capacidades de adaptación a las demandas de los mercados. Las sopas son producto de una historia; invitan a una arqueología de nuestra trepidante modernidad.

De hecho, en 1962, Andy Warhol no transformó las sopas Campbell en un símbolo de la sociedad de consumo americana al exponer sus famosas Campbell's Soup Cans en Los Ángeles. Ya lo eran. Él no hizo más que ofrecer los honores del arte a un alimento industrial que se había hecho tan popular que podía ser leído como un condensado de civilización.
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