las 12 sopas
Si seguimos pasando hacia atrás las páginas de la historia europea, nos encontramos un bortsch. No se encuentra ahí solamente por su capacidad de representar sabrosamente las ricas culturas de Ucrania, Polonia, Bielorrusia, Rumanía, Moldavia, Lituania o de las provincias meridionales de la inmensa Rusia.
Roja como la sangre y el estandarte revolucionario, nos obliga a no atravesar el siglo XX haciendo caso omiso de los conflictos fratricidas que tuvieron lugar con la dislocación del bloque comunista o de las acciones más sombrías de las democracias populares; sin recordar a los 6 000 000 de víctimas de la Shoah y a todas aquellas personas que cayeron por haberse negado a aceptar el reinado de un dictador o el triunfo de la pútrida ideología nazi; sin tener en cuenta lo que fueron la «Guerra civil», la «Grande guerre» o la «Revolución de octubre», etc.
Este bortsch, fresco en cualquier época del año, nos recuerda, sin embargo, que este siglo XX, marcado por acontecimientos terribles, fue también un tiempo en el que la difusión de múltiples innovaciones cambió bastante positivamente las condiciones de vida de una fracción de la humanidad a la que la gran mayoría de los europeos de hoy en día tiene la suerte de pertenecer.
Antes de entrar en el rol clásico de una sopa que sirve para pensar, este bortsch nos invita a meditar sobre un siglo con el que, en 2016, muchos de nosotros seguimos teniendo una relación muy particular, ya que fue la época en que hemos vivido la mayor parte de nuestra existencia y porque algunos de los episodios, demasiado alejados en el tiempo para que los hayamos vivido personalmente, siguen estando muy presentes en la memoria colectiva de nuestras naciones o regiones respectivas.
Este bortsch es una creación original, un homenaje a una gran comunidad de «sopas agridulces» que nació y se extendió en Europa oriental, antes de ser del gusto de sibaritas de todo el mundo, gracias a la acción de cocineros de prestigio y de ser llevada por inmigrantes pobres a nuevos territorios.
El respeto de las obligaciones religiosas en las sociedades tradicionales influyó en gran medida en la diversificación de los bortschs. Evidentemente, durante mucho tiempo existieron el bortsch del campo y el de la ciudad, el bortsch de los pobres y el de los poderosos, cada familia no tenia acceso nunca, sino a aquellas sopas que podía permitirse económicamente.
Con la travesía del Atlántico, el bortsch adquirió un valor particular. Se convirtió en un alimento de identidad cuyo consumo podía, a veces, provocar una oleada de nostalgia, como lo muestra explícitamente, en 1939, una escena de la película yiddish A Brivele der Mamen. Sin embargo, ya que contenía más carne que en el país de origen, se convirtió en uno más de los pequeños elementos que recordaban que el nuevo mundo era una tierra que permitía, al menos, esperar días mejores. Comer hasta no poder más un bortsch bien relleno pudo ser parte del sueño americano de algunas personas. No fue por casualidad, sino por afecto por lo que la región del Condado de Sullivan, que constituyó la primera región de veraneo frecuentada por la comunidad judía de Nueva York, se inscribió en las memorias como la Bortsch Belt.
Roja como la sangre y el estandarte revolucionario, nos obliga a no atravesar el siglo XX haciendo caso omiso de los conflictos fratricidas que tuvieron lugar con la dislocación del bloque comunista o de las acciones más sombrías de las democracias populares; sin recordar a los 6 000 000 de víctimas de la Shoah y a todas aquellas personas que cayeron por haberse negado a aceptar el reinado de un dictador o el triunfo de la pútrida ideología nazi; sin tener en cuenta lo que fueron la «Guerra civil», la «Grande guerre» o la «Revolución de octubre», etc.
Este bortsch, fresco en cualquier época del año, nos recuerda, sin embargo, que este siglo XX, marcado por acontecimientos terribles, fue también un tiempo en el que la difusión de múltiples innovaciones cambió bastante positivamente las condiciones de vida de una fracción de la humanidad a la que la gran mayoría de los europeos de hoy en día tiene la suerte de pertenecer.
Antes de entrar en el rol clásico de una sopa que sirve para pensar, este bortsch nos invita a meditar sobre un siglo con el que, en 2016, muchos de nosotros seguimos teniendo una relación muy particular, ya que fue la época en que hemos vivido la mayor parte de nuestra existencia y porque algunos de los episodios, demasiado alejados en el tiempo para que los hayamos vivido personalmente, siguen estando muy presentes en la memoria colectiva de nuestras naciones o regiones respectivas.
Este bortsch es una creación original, un homenaje a una gran comunidad de «sopas agridulces» que nació y se extendió en Europa oriental, antes de ser del gusto de sibaritas de todo el mundo, gracias a la acción de cocineros de prestigio y de ser llevada por inmigrantes pobres a nuevos territorios.
El respeto de las obligaciones religiosas en las sociedades tradicionales influyó en gran medida en la diversificación de los bortschs. Evidentemente, durante mucho tiempo existieron el bortsch del campo y el de la ciudad, el bortsch de los pobres y el de los poderosos, cada familia no tenia acceso nunca, sino a aquellas sopas que podía permitirse económicamente.
Con la travesía del Atlántico, el bortsch adquirió un valor particular. Se convirtió en un alimento de identidad cuyo consumo podía, a veces, provocar una oleada de nostalgia, como lo muestra explícitamente, en 1939, una escena de la película yiddish A Brivele der Mamen. Sin embargo, ya que contenía más carne que en el país de origen, se convirtió en uno más de los pequeños elementos que recordaban que el nuevo mundo era una tierra que permitía, al menos, esperar días mejores. Comer hasta no poder más un bortsch bien relleno pudo ser parte del sueño americano de algunas personas. No fue por casualidad, sino por afecto por lo que la región del Condado de Sullivan, que constituyó la primera región de veraneo frecuentada por la comunidad judía de Nueva York, se inscribió en las memorias como la Bortsch Belt.
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