las 12 sopas

Es ya tiempo de rendir homenaje a las más antiguas compilaciones de recetas culinarias conocidas actualmente, tres tabletas cuneiformes de alrededor de 1600 antes de Cristo. Su contenido no fue realmente tenido en cuenta hasta finales del siglo XX y no se convirtió en la aportación fundamental para el conocimiento de la cocina antigua que es actualmente sino gracias a la traducción realizada por un investigador apasionado, Jean Bottéro. Las 350 líneas de texto culinario invitan a pensar la escritura de la historia. Nos recuerdan sobretodo que un documento no existe si no es gracias a una lectura humana. La frustración provocada por los segmentos demasiado deteriorados para poder ser leídos y por las palabras que no se dejan traducir nos lleva a una condición esencial de la ciencia histórica: no se trata de un esfuerzo de reconstitución del pasado, sino un arte de reflexión sobre lo que podemos saber del pasado.

Estas tres tabletas no son elementos constituyentes de una misma obra, sino obras de tres autores diferentes. Es decir, deben ser leídas como los últimos vestigios de una forma de producción intelectual que pudo haber sido extremadamente fecunda, al menos en el sur de Babilonia, en el tiempo en que fueron grabadas.

Las recetas de las tabletas de Yale muestran una cocina que ofrece una plaza central a la preparación de caldos. Para crear la sopa que tienen ante ustedes, nos hemos inspirado muy libremente en la utilización en ocho de estas fórmulas de uno de los fluidos potencialmente alimentarios más fascinantes que existen: la sangre.

Lógicamente, el empleo de la sangre de ciertos animales en los caldos muestra que el consumo de la sangre, al menos por ciertos grupos sociales, no era tabú. Esto es tanto más llamativo en cuanto que las recetas sugieren que la sangre empleada por ciertas recetas provenía de cuadrúpedos de gran talla, salvajes o domésticos, es decir, de animales cuya carne se adquiere por medio de un «verdadero» asesinato alimentario.

Ninguna sociedad no consideró jamás, en efecto, la matanza de este tipo de animales como un acto anodino. Cada sociedad lo hizo a su manera, por supuesto. Para algunas civilizaciones, la sangre cargada de aliento vital o vehículo de un alma debía ser totalmente descartada del consumo humano. El judaísmo, el cristianismo original o el islam adoptaron dicha posición. A lo largo de la alta Edad Media, los cristianos de occidente olvidaron la interdicción de consumir la sangre… lo que no dejaron de reprocharles sus hermanos orientales en el momento del cisma.

El las zonas rurales de la Europa católica, varios siglos de un cristianismo que aceptaba el empleo alimentario de la sangre contribuyeron a la emergencia de una sociabilidad particular, organizada alrededor del intercambio de morcillas o de tortas de sangre preparadas con ocasión de las matanzas domésticas. Afirmación metafórica de vínculos tan fuertes como los del parentesco, el reparto de las morcillas era también una manera de disminuir la responsabilidad del autor del animalicidio, diluyendo la sangre vertida en un mar de relaciones sociales. Como mucho antes en la aventura humana y como hoy en día, el problema no era el hecho de matar para obtener la carne, sino el asumir la gravedad de tal acto.
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