las 12 sopas

El osmazomo invita a pensar la fabulosa expansión de la química orgánica, la profunda renovación de las representaciones nutricionales, la emergencia de nuevas industrias alimentarias y el nacimiento del discurso gastronómico a lo largo del siglo XIX, la época que lo hizo nacer y hacerse famoso, antes de repudiarlo. Todo ello bastaría para justificar la atribución de su nombre a una de nuestras sopas contra el tiempo, aun cuando una sonoridad griega no le añadiría un encanto suplementario.

El término «Osmazomo» fue forjado por el químico Louis-Jacques Thénard en 1806, cuando se lanzó a exponer el resultado de un análisis comparativo entre el caldo de hueso y el caldo de carne. Pensaba haber llegado a aislar una «sustancia particular» de la carne, «desconocida hasta entonces». Lógicamente, le dio un nombre, teniendo en cuenta las propiedades que le atribuía: era responsable del sabor y del olor del caldo. Enseguida se descubrió que dicha substancia era una materia compleja, es decir, que no existía.

La invención del osmazomo constituye, aun así, una estupenda ilustración del interés que tuvieron químicos notables, en la primera mitad del siglo XIX, por la composición de la carne. Entre ellos, Justus von Liebig, quien dio el último toque a un extracto de carne que permitía hacer sopas de una calidad muy superior, según él, a la de las sopas obtenidas a partir de cubos de caldo clásicos, a la venta en su época.

Cuando Louis-Jacques Thénard evocó por primera vez el osmazomo, el discurso gastronómico comenzaba a ponerse de moda. Lógicamente, la elite culta no fue insensible a este arte de dictar las normas del buen yantar. De ella salieron lectores y también autores al ritmo de los descubrimientos de su tiempo. En 1809, el farmacéutico Charles-Louis Cadet de Gassicourt evocó brevemente el osmazomo en su Cours gastronomique. Otros autores, fuera de los círculos científicos, prefirieron disertar largamente sobre el osmazomo, añadiendo a lo que habían podido leer sobre ello observaciones inspiradas por sus propias experiencias sibaritas. Tal fue el caso de Jean Anthelme Brillat-Savarin, cuya Physiologie du goût enseñó que el osmazomo hacía el buen caldo o el dorado de los asados durante todo el tiempo que tuvo lectores que cometieron el error de considerar dicha obra como una obra seria. A finales del siglo XIX, si embargo, los gastrónomos y los cocineros bien informados habían dejado ya de creer en la existencia de dicha substancia. Quedó un bonito nombre, al que Joris-Karl Huysmans hizo los honores de un uso metafórico en A Rebours.

2016, el saber dietético sobre el que se apoyaban los cocineros que alimentaban la Europa de las Luces no es ya, evidentemente, de actualidad y la noción de osmazomo no aparece más que en la obras dedicadas a los pioneros de la química orgánica. Los cocineros que buscan sinceramente un medio de expresión original en la cocina molecular evocan, a menudo, su capacidad para sublimar las calidades intrínsecas de los productos. «Todo se transforma»… pero quedan las fascinaciones.
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