las 12 sopas
Todas las personas tenemos una relación particular con ciertas sopas que entraron en un momento dado en nuestra historia personal. Hay aquellas a las que hemos cogido gusto o que se han convertido en elementos fundamentales de nuestra identidad, como nos lo indican las bellas páginas que Manuel Vicent dedicó a la olla de su infancia. Hay también aquellas cuyo consumo repetido y a veces forzado nos dejó una aversión duradera hacia tal o tal verdura, los calduchos que amargaron para siempre el internado, el hospital o el cuartel, etc. Pero, calma, nuestra segunda sopa pretende rehidratar los buenos viejos recuerdos.
La memoria es subjetiva, por supuesto, y nuestros itinerarios de comedores de sopa son todos singulares. Así, es muy probable que este agradable caldo no se parezca a la sopa de su abuela, de su tía-abuela, de su nodriza. Aun cuando usted pueda constatarlo, no habrá, por ello, dejado de cumplir perfectamente su misión: su sabor y su textura han despertado una dinámica identitaria, al señalar las características propias de la sopa ligada a un sentimiento reconfortante que marcó su carácter.
Además, poco importa que hayamos nacido bajo el signo de la garbure, del salmorejo o de la kapuśniak. Esta segunda sopa es un homenaje a todas las mujeres que durante la mayor parte de su vida «prepararon algo para comer» dos o tres veces al día, para sus maridos y sus hijos e hijas, sin esperar ni recibir cumplidos, ni agradecimiento alguno siquiera, porque vivían en una sociedad que consideraba normal, no solamente que ellas cocinaran para la familia, sino que esperaba, además, que lo hicieran bien.
Cuando Europa entró en la era de la abundancia alimentaria, una parte de nuestras abuelas pudieron permitirse preparar con mayor regularidad sopas que se acercaban a un ideal de abundancia y cárnico, que era prácticamente inaccesible en su juventud, antes de que sus médicos vinieran a hablarles de triglicéridos y de otras preocupaciones ligadas a sociedades en las que abundan los vientres bien llenos. Sin embargo, aun cuando se consideraran como demasiado copiosas, demasiado pesadas o demasiado calóricas, este tipo de sopas siguió siendo, por tradición, asociado a momentos importantes de sociabilidad familiar. De ahí surgen múltiples ocasiones para nuestras generaciones, de descubrirlas, de cogerles gusto y de hacerlas existir aún hoy en día.
Nuestra «sopa de la abuela» es una embajadora de la tribu de sopas obtenidas por una lenta cocción de carne(s) y de diversas verduras en un gran volumen de agua. Se trata de un grupo de platos cosmopolita, cuya diversidad invita a preferir el respeto de la precisión lingüística frente a la traducción automática. Tratar de «pot-au-feu» un puchero, es desechar un poco de su originalidad. Evocar las sopas de nuestras abuelas nos invita a reflexionar sobre las sutilezas de nuestras identidades.
La memoria es subjetiva, por supuesto, y nuestros itinerarios de comedores de sopa son todos singulares. Así, es muy probable que este agradable caldo no se parezca a la sopa de su abuela, de su tía-abuela, de su nodriza. Aun cuando usted pueda constatarlo, no habrá, por ello, dejado de cumplir perfectamente su misión: su sabor y su textura han despertado una dinámica identitaria, al señalar las características propias de la sopa ligada a un sentimiento reconfortante que marcó su carácter.
Además, poco importa que hayamos nacido bajo el signo de la garbure, del salmorejo o de la kapuśniak. Esta segunda sopa es un homenaje a todas las mujeres que durante la mayor parte de su vida «prepararon algo para comer» dos o tres veces al día, para sus maridos y sus hijos e hijas, sin esperar ni recibir cumplidos, ni agradecimiento alguno siquiera, porque vivían en una sociedad que consideraba normal, no solamente que ellas cocinaran para la familia, sino que esperaba, además, que lo hicieran bien.
Cuando Europa entró en la era de la abundancia alimentaria, una parte de nuestras abuelas pudieron permitirse preparar con mayor regularidad sopas que se acercaban a un ideal de abundancia y cárnico, que era prácticamente inaccesible en su juventud, antes de que sus médicos vinieran a hablarles de triglicéridos y de otras preocupaciones ligadas a sociedades en las que abundan los vientres bien llenos. Sin embargo, aun cuando se consideraran como demasiado copiosas, demasiado pesadas o demasiado calóricas, este tipo de sopas siguió siendo, por tradición, asociado a momentos importantes de sociabilidad familiar. De ahí surgen múltiples ocasiones para nuestras generaciones, de descubrirlas, de cogerles gusto y de hacerlas existir aún hoy en día.
Nuestra «sopa de la abuela» es una embajadora de la tribu de sopas obtenidas por una lenta cocción de carne(s) y de diversas verduras en un gran volumen de agua. Se trata de un grupo de platos cosmopolita, cuya diversidad invita a preferir el respeto de la precisión lingüística frente a la traducción automática. Tratar de «pot-au-feu» un puchero, es desechar un poco de su originalidad. Evocar las sopas de nuestras abuelas nos invita a reflexionar sobre las sutilezas de nuestras identidades.
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